martes, 30 de marzo de 2010

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La soledad prolongada no es sólo peligrosa y contraproducente: es también una depravación. Se pierde rápidamente el horizonte de la realidad, el baremo secreto que gobierna las cosas, su comparada valía. Si un retiro adecuado puede llegar a templar el espíritu como el acero y dorarlo para la batalla, un exceso puede llegar a fundir el metal del alma. La sed de comunicación puede llegar a ser tal que perdamos nuestra capacidad de aproximación a la realidad. La ansiedad entonces se dispara, como si, sin poder alcanzarla, pudiéramos ver la comida a través de un cristal. Pero, ¿ cómo enhebrar una aguja con prisas?, ¿cómo disfrutar del paisaje a toda velocidad? La intensidad de nuestro deseo nunca es correspondida y nuestros intentos tendrán pronto el sabor de un fruto amargo. Del abismo insondable que uno mismo guarda, como en toda situación arriesgada, sólo las reglas y la suerte pueden salvarnos.
El espíritu humano necesita siempre al otro lado una resistencia con la que medirse, un muro, un problema, una conversación sobre la que construirse . Y se desespera cuando no la halla. Y cada decepción va nublando sus encuentros, va eliminando de su visión los infinitos colores del mundo. Nuestro espíritu, cada vez más pobre, se sentirá incapaz de afrontar tanto abandono. Poco a poco, se colapsará. Hay un punto de no retorno para el espíritu cuando se adentra en sí mismo hacia la nada. No cruzar esa linea debería ser nuestra primera regla, pues suele la vida en el lado opuesto celebrarse.

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