jueves, 28 de abril de 2011

1015

Cuando era más joven, quería ser poeta. Tenía ese orgullo adolescente de querer destacar usando las palabras, impresionar a mi profesora y todo eso. Pasaba horas escribiendo poemas que ahora casi he olvidado. No sé si he escrito poemas buenos, pero me esforzaba tanto en componerlos y leía tantos otros ajenos que había desarrollado la afilada habilidad de la comparación. Y yo creía que después de todo los míos no salían tan mal parados. Luego hubo una época en que empecé a mostrar mis poemas a las personas que yo creía oportuno sin decirles que eran míos para ver cuál era el efecto que producían. Ya no me atraía tanto la palmadita en el hombro sino la satisfacción secreta de tener que ver con algo que alguien pudiera llegar a apreciar. Era otra clase de orgullo al fin y al cabo, uno que antecede al olvido absoluto de sí mismo que rara vez se alcanza. Con el tiempo mi único objetivo con la poesía ha sido asegurarme de que fuera precisa hasta el punto de no importarme nada más, pues, si algo es preciso, qué importa todo lo demás:¿ puede alguien discutir con el reloj cuando marca la hora? Cuanto más preciso es algo, más inopinable se vuelve. La única poesía que me ha importado desde entonces es aquella que alcanzaba a definir en cada momento lo que mi existencia demandaba. No sé si lo he conseguido pero siempre me gustó este poema justamente porque define con precisión esta idea de poesía.


The miracle
En poemas míos que no valen nada,
creerán ustedes hallar un valor,
una verdad que no se mezcla con el trigo,
un rastro , una revelación,
cualquier perdiz que imaginarse puedan
en sus mentes enfebrecidas de cazadores extraños.

En donde nunca hubo conejo,
descubrirán ustedes la chistera,
sobre un yermo
plantarán sus esperanzas,
platillos volantes divisarán en surcos
obscenamente terráqueos.

Y vendrán a contármelo luego,
a mí - no te lo pierdas - :

al dueño del sembrado.





No hay comentarios:

Publicar un comentario