jueves, 21 de julio de 2011

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Como decía Truffaut, amamos las sensaciones, ciertas disposiciones de ánimo y a la gente que nos las suscitan. Un cerebro que abstrae termina prescindiendo de lo concreto. Cuesta así entender a los individuos que se atan a un lugar, a un amor, a una historia porque cualquier experiencia es sustituible y, aunque hay personas síngulares ( con un tiempo de vida tan limitado todos corremos el riesgo de parecerlo en algún momento ), no añoramos a esas personas: añoramos la emoción de aquel tiempo. Separar el grano de la paja es muy entretenido e incluso puede proporcionarnos una ilusion de distinción, de necesidad, pero no puede distraernos de esa tarea vital que consiste en cultivar la disposición del propio ánimo. La inteligencia, que es la primera linea de defensa de la especie frente a lo azaroso y lo particular , puede y debe motivarse a sí misma. Esto lo hacemos ya todos constantemente cuando viajamos a otro lugar y es como si nuestra vida anterior jamás hubiera existido, cuando sin gran esfuerzo dejamos a los amigos de toda una vida atrás, cuando nos sentamos en la butaca del cine a ciegas, cuando las personas que amamos en el pasado se amontonan en nuestra memoria con sus rostros desfigurados. De todo lo vivido, sólo nos queda un breve intuición, una lírica síntesis, un lapso extraño. No podemos integrar lo vivido sino con la imaginación y la imaginación es un músculo empeñado en recrearse.

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